jueves, 8 de mayo de 2008

Moriré en Santiago con aguacero

En las calles de Santiago de Chuco aún se respira la poesía de Vallejo. Esta tierra nos devela a través de sus caminos la magia de la naturaleza, la belleza de los paisajes y la lucha de su gente por alcanzar sueños tan idílicos y lejanos como los que en su infancia forjaría uno de los más afamados y trascendentes poetas peruanos.

Un aire extraño y punzante se ha colado hasta mis rodillas, el silencio que me rodeaba se torna lejano y se disipa frente a una voz melodiosa que indica que hemos llegado. Santiago de Chuco se alza delante mío tan sencillo y a la vez majestuoso, observo a los lugareños caminando a paso lento por las calles, jalando a sus animales y cargando a sus hijos, mientras que mi corazón tan poco acostumbrado a los 3, 125 metros sobre el nivel del mar, parece inquieto y con ganas de salirse de mi pecho.

El aire que rodea a Santiago de Chuco es el más puro que pulmones como los míos (artos de la contaminación citadina) hayan podido recibir, estoy despejándome por un momento del interminable ruido de las bocinas y aquel popular grito de ¡dale, dale! Camino tranquila, como en casa, me dejo llevar por el sonido de la naturaleza, hasta que observo a unas jovencitas jugando a las afueras de una casa, sin poder evitarlo en mi mente resuenan los versos del siguiente poema: “Qué estará haciendo a esta hora mi andina y dulce Rita de junco y capulí… Qué será de su falda de franela; de sus afanes; de su andar; de su sabor a cañas de mayo del lugar. Ha de estarse a la puerta mirando algún celaje, y al fin dirá temblando: «Qué frío hay... Jesús!» y llorará en las tejas un pájaro salvaje.”.

César Abraham Vallejo Mendoza nació en este distrito en 1892 hasta 1905 época en la que se mudó a Huamachuco para cursar sus estudios secundarios. Durante trece años Vallejo puedo rodearse de una realidad tan diferente a la nuestra, pero a su vez tan llena de enseñanzas, en una época donde la luz eléctrica no llegaba a las casa; y el agua tenía que ser recogida de lugares lejanos, todo compensado con la facilidad de caminar por los bosques con los árboles más frondosos que hayamos imaginado, jugar con luciérnagas al caer la noche y recibir aquella sopita caliente de manos de mamá.

Hoy Vallejo transita por las calles de Santiago de Chuco, rodeadas de casitas con tejas color ocre y paredes de adobe. Vallejo aparece en la sonrisa traviesa de aquella carita chaposa de un niño llamado Breider, vestido con uniforme y yanques que se apresura para llegar a su escuela porque sueña con estudiar derecho en una universidad de la costa. Lo puedo ver también en el señor Pablo, quien se dedica a la agricultura y amarra muy fuerte la carga de sus burros perdiéndose a lo lejos en su recorrido, ahora Vallejo no es más que Pedro, un jovencito que me ha preguntado la hora y que continúa su camino para recoger el pan de la plaza y llevárselo a su madre.

Santiago de Chuco es un poema que quedó inconcluso, el tiempo toca a la ciudad más no la estremece, Vallejo vive en el corazón de su pueblo, en el corazón de aquellas personas que a pesar de las adversidades creen en el mañana, en el logro de sus ideales; saben que si tienen que irse algún día volverán para besar aquel suelo productivo que les dio la vida y los apartó del frío. El día que Vallejo muera será cuando su pueblo lo olvide, pero no morirá en París sino en Santiago, el lugar donde su esencia aún se percibe.
Por Alba Carbajal

No hay comentarios: